sábado, 31 de enero de 2009

El salto del ángel.


Tal vez María hubiera podido salir de allí algún día. Quizá, con un poco de suerte, Garr se acercaría a ella y al acariciarla no sentiría aquella fascinación que despertaba su piel albina. Quizá extendería su mano, como tantas veces antes, con la sensación de que iba a tocar una superficie fría como la nieve y ya no se encontraría con la sorpresa de una piel de fuego, ya no pensaría que en el interior de María hubiera un volcán dormido que se despertaba al contacto con las palmas de sus manos. Quizá algún día, Garr encontrara en otra muchacha aquello que creía ver en María y esa otra pobre desgraciada la sustituyera en el corazón, si es que lo tenía, de aquel miserable. En cualquier caso, si existía esa posibilidad, no parecía que fuera a materializarse en un futuro cercano. Parecía, más bien, que María sería la chica oficial de Garr durante muchos años y aquello la condenaba a poco menos que a la esclavitud. No tendría que acostarse con ningún otro que no fuera Garr si ella no lo deseaba, tendría todo aquello que quisiera con sólo pedirlo y gozaría de lo más alto de la sociedad (siempre en un discreto segundo plano). Pero el proceso que llevaría a María a una decadencia que acabara por desencantar a Garr duraría mucho tiempo, su tristeza tardaría en erosionar aquella extraña belleza suya, aquella casi imperceptible luz que emanaba de su ser. A ella, aquel tiempo de espera, le iba a ser insoportable, lo sabía ella y lo sabía cualquiera que la conociese. Aquella vida, para ella, suponía algo así como si a un animal nacido en libertad lo encerraran en una jaula.
Quizá por eso María salió de casa de Carmen con las pocas fuerzas que le quedaban, cogió las llaves del coche de Sansón y condujo, febril y temblorosa, por la carretera de la costa bordeando los acantilados, se detuvo en el mirador donde nos detuvimos aquél día que fuimos a casa del viejo Garr y con una voz que pretendía transmitir serenidad sin conseguirlo, me dijo, con el teléfono móvil en su mano, que había ido hasta allí y que había llegado la hora. Después llamó a Garr y le dijo dónde estaba y le dijo también, sin poder ocultar su desesperación, que su vida no tenía ningún sentido, que Sansón le había dicho que nunca había tenido intención de dejarla ir, que nunca acabaría por pagar aquella deuda ficticia. Notó como al otro lado del teléfono a Garr se le helaba la sangre y como buscaba argumentos para que desistiera y su confusión le hacía decir una cosa y luego todo lo contrario, notó como ponía la mano en el auricular y le decía a su chófer que salían de inmediato y cómo su voz se iba agitando y entrecortando mientras bajaba corriendo las escaleras y ya, en el parking, subía al coche. María supuso que tardaría veinte minutos en llegar al lugar donde estaba ella. No quiso oírle más. Le colgó el teléfono y lo apagó. Saliendo de la ciudad, desde el asiento de atrás de su coche, Garr llamó una vez a Sansón y diecisiete a María. Sansón se lo cogió de inmediato, acababa de regresar a la casa acompañando a Carmen. Fue a buscar sus llaves y no las encontró así que cogió las de un segundo coche que Carmen tenía, un Mercedes deportivo, y que sólo salía del garaje muy de vez en cuando, bajó hasta donde estaba aparcado y salió a toda velocidad rumbo a los acantilados mientras a Carmen empezaron a temblarle las piernas y en su cabeza empezaba a cuajar la pregunta de por qué las desgracias nunca vienen solas y de si todo aquello acabaría por desbaratar aquella forma de vida que tanto le había costado obtener. En ningún momento sintió piedad por María sino que le invadió una suerte de rencor hacia aquella mocosa que se empeñaba en salirse del papel que ella, la divina Carmen, le había otorgado. Ella, que la había comprado a aquellos cerdos y la había salvado de un destino de burdeles baratos y hombres bestiales. Parecía como si aquel argumento obviara que ella había había seleccionado a María mucho antes, que la había cedido a aquellos animales para que le hicieran sufrir todo tipo de vejaciones para que un día ella hiciera toda aquella pantomima de la compra, para aparecer ante la chiquilla como una especie de salvadora, una buena mujer, una buena amiga, y que la gratitud que María tendría para con ella estaría siempre ahí, sobrevolando cualquier duda. Y presa de un ataque de nervios, con las manos temblando, sin poder coger nada con ellas, que no acabar estrellándose contra el suelo, a Carmen le pareció que se le escapaba una lágrima, la primera en cuarenta y siete años, desde aquella última cuando debajo del cuerpo de un hombre viejo y gordo que le gritaba que dejase de llorar, siendo aún una niña, se prometió a sí misma que a partir de entonces ya nunca sentiría lástima por nadie. Ni siquiera por sí misma.

1 comentario:

* Sine Die * dijo...

Cómo me gusta María! :)

Y que ganas tenía de seguir leyendo(la)..

:D